
He escrito pocas notas sobre la situación política de Venezuela. Hablo de escribir notas largas y dolorosas. En poemas se me da un tanto mejor: puedo escudarme en la partición de versos o en el filo de algún verbo bien conjugado. Esto, aquí, es otra cosa.
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Primero, precisiones
Ayer, 23 de enero de 2019, el diputado venezolano Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional, quien llegó a su cargo con el respaldo de las elecciones parlamentarias del 2015, acudió a las calles de Caracas para juramentarse ante la Constitución como Presidente Encargado de Venezuela. El análisis político se lo dejo a los expertos, pero sólo quiero precisar lo que esto significa más allá de lo simbólico: los artículos 233, 333 y 350 de la Constitución venezolana, máximo texto legal en el país, establecen que, en caso de ausencia absoluta del jefe de Estado, corresponde al presidente del Poder Legislativo ocupar de forma temporal el Poder Ejecutivo y convocar nuevas elecciones. Se preguntarán por qué se habla de ausencia cuando Nicolás Maduro está allí, sudando visible en los predios de un balcón que ya no tiene pueblo.
El 20 de mayo de 2018, Maduro «ganó» las elecciones presidenciales luego de una larga y agotadora campaña contra sí mismo. Podemos hablar, entonces, de un proceso electoral-monólogo donde Maduro debatió solo con el espejo de un baño en Miraflores. La convocatoria nació y murió siendo ilégitima por no contar con las transparencias necesarias para que se configurara de otro modo: no cumplimiento de los plazos, violación de procedimientos electorales, falsificación de votos con denuncias comprobables y comprobadas, etc. De nuevo: este análisis se lo dejo a los expertos.
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Ahora, lo que duele
El propósito de este texto, mi texto, es emocional. Emocional porque ahora estoy cansada y he dormido solo cuatro horas, pendiente de noticias sobre la avalancha política del país. Emocional porque tengo 20 años marchando en contra el gobierno. Emocional porque la vida en chavismo es la única que conozco, porque aprendí primero a oponerme a Hugo Chávez y luego a dividir por dos cifras. Emocional porque escribo esto con un pasaporte a punto de vencerse.
También porque hay gente dispuesta a negar tu hambre porque su país en algún momento tuvo hambre, entonces niegan la tuya con el respaldo de que ellos sintieron otra y saben mejor de lo que hablan. Los imagino tecleando sus verdades progresistas y desinformadas, siempre asomados desde una moral que asumen políticamente superior, encorvados frente a una pantalla desde donde conocen y mastican todas las carencias del mundo.
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Mi país, Venezuela, está cansado. Despierta cansado todos los días y con el hambre en las costillas, entregándose a una rutina que los acerca a la muerte. Desde hace un par de años, el gobierno chavista logró enflaquecer al pueblo y acostumbrarlo a recibir huesos para chupar. Ya perdí la cuenta de los amigos que han muerto baleados por militares o producto de la violencia criminal desbordada. Todos ante la mirada de un dictador que se jacta de haber comido carne jugosa en Turquía. Mi país, cansado y adolorido, despertó ayer con otra luz apoyándose en sus espaldas. Cientos de personas marcharon para escuchar a Juan Guaidó juramentarse como Presidente —mayúsculas, como la legitimidad de este acto, hasta el cansancio, por favor—. Allí, ante su figura, los gritos empezaron a ser diferentes.
Y aquí es cuando empiezo a llorar de nuevo.
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Vi el video del acto de juramentación encerrada en la biblioteca de la Universidad de Iowa. Sobre la mesa tenía Arena negra de Juan Carlos Méndez Guédez. «El sol que te despide es el sol que te incendia los ojos al volver» es mi frase favorita, una frase que almacené en mi memoria la primera vez que leí la novela en el año 2013. En mi cuerpo, el cansancio de arrastrarme constantemente como ciudadana de un país que no me reconoce. Ante mis ojos, un video que me daba luz. Nunca había llorado tanto luego de presenciar un acto político. Nunca había sentido tanto vértigo en el estómago. Mi experiencia más cercana fue cuando murió Chávez en el 2013 y pensamos que quizá ahora sí había llegado nuestro momento.
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Sé que todos los venezolanos que han padecido las crueldades del gobierno chavista lloraron desde cada uno de los rincones del mundo en los que estaban. Sé que cada uno de nosotros rugió con los gritos que acompañaron a Juan Guaidó al momento de su juramentación, gritos que esta vez fueron más fuertes que nuestros estómagos vacíos. Esta vez, el hambre tenía otra forma. Podíamos ver otra cosa, otro rostro. Una luz que incendiaba diferente.
Me aferro al vértigo como única certeza, ese vértigo que se tambalea en mi estómago y me hace temblar ante lo desconocido, ante un territorio que todavía no he explorado porque nunca he sido parte de un gobierno. Sentirnos parte de algo, de esto, así sea desde la incertidumbre y el miedo por todo lo que toca enfrentar, es un tipo de temblor que nadie, ni con todo el peso de las balas ni de los tanques de guerra, nos podrá quitar.